La espesa atmósfera de Berlín, ráfagas
de lluvia, ráfagas de viento, las desoladas luces de la noche
reflejadas en los charcos, los bellos árboles del otoño
entre los que -Under den Linden- resplandece un tilo absolutamente
amarillo, como si comenzara a vivir en lugar de estar feneciendo.
Y la orgullosa Puerta de Brandemburgo refulge iluminada y desierta,
con su pésima arquitectura y peor escultura, pero con una
carga de simbolismo diría que sobrenatural: los caballos
que la coronan, estático galope -y que supongo copiados de
la cuadriga (¿) alejandrina robada por los venecianos y exhibida
en San Marco-, parece que realmente provienen del infinito cielo
grisáceo, sucio, por el que ahora navegan severas y veloces,
enormes nubes albas. Y entre la oscuridad apenas se eleva el aura
de la nueva cúpula del recuperado Reichstag, otro enaltecedor
símbolo ario, pero éste cuajado de poder real, aunque
el frío espectáculo arquitectónico lo disimule.
El tráfico no es cuantioso, aunque es lento,
la crudeza del tempero ya concentra a la gente en su casa y uno
de los mayores entretenimientos, aparte la estupidez televisiva,
radica en seguir cursos de cocina. Y manipulando pasta italiana
algo va aprendiendo el pueblo soberano, aunque la maldita mantequilla
y esa col cual pozo sulfuroso, todo aliñado con mostaza,
les sofocan una carne que podría ser espléndida. Igualmente
los numerosos teatros, museos, tiendas, observados desde la calle
parecen contar con escasa concurrencia, no es como en nuestro país,
donde saturamos con ruidoso gozo el espacio público: hay
que entrar para encontrarse con su vida intensa, gente apiñada
en ambientes de diáfano diseño racionalista, con toques
neoclásicos o art déco. Y las jóvenes camareras
son bonitas, sonrientes, delicadas. Parecen orientales. Le roban
a uno el corazón.
Lo cierto es que en Berlín la presencia humana
no es externa, ni siquiera la del poder, sin embargo de esta magna
extensión urbana tan volcada dentro de sí misma emana
una especie de calor fibroso, se adivina energía tras las
fachadas, una presión, el muelle tenso. No en balde nos encontramos
en la ya primera capital europea, que puede ser la capital de Europa
y mucho más ahora con la ampliación: casi todos los
países que están viniendo acuden primero a Berlín
que a Bruselas, mejor dicho, aquí tienen el banco y la industria
y allí el papeleo y el discurso.
Sin embargo, el símbolo de Brandemburgo resulta
exacto: hay irradiante grandeza, pero también caen chuzos
de punta. Mañana lo comentamos.
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